LIÉBANO SÁENZ

MILENIO

 

Una de las mayores virtudes de Andrés Manuel López Obrador es la persistencia. Este es, sin duda, un atributo que hace que muchos mexicanos le dispensen confianza. Una persona que no se achica, que resiste ante la incertidumbre o la adversidad, se hace singular, y más si su historia tiene que contarse, como en el caso de un personaje público, un político o un gobernante. El Presidente ganó a partir de una oferta disruptiva, en la que lo central era acabar con la corrupción, en su narrativa, el origen de todos los males. En su visión, el neoliberalismo era malo porque conducía a la corrupción, o había inseguridad o pobreza por corrupción. Acabar con la corrupción era la madre de todas las batallas.

Esta tesis fue votada y, por lo que se advierte de los primeros meses, ha sido ratificada y respaldada incluso por una proporción significativa de quienes no le votaron. Muchas de las decisiones críticas o cuestionables han sido blindadas con el argumento de la lucha contra este flagelo. La mayoría lo ha aceptado. El Presidente continúa en su directriz y hasta hoy la opinión mayoritaria le favorece. Sin embargo, en este mismo empeño es necesario dar espacio a un aspecto fundamental: la legalidad.

La debilidad mayor de los mexicanos de hoy día es el déficit de ciudadanía. El elemento central de esta condición es el sentido del deber respecto a las obligaciones y el ejercicio responsable de los derechos. Esto tiene como referencia la ley y, también, la ética. Para el gobernante es más relevante lo primero. Incluso se ha dicho que la ética del servidor público es la ley. Para el ciudadano la ley es referencia de obligaciones, pero también tiene el espacio amplio de las libertades y un sentido del deber que va más allá de la ley. Abatir la corrupción requiere de invocar ciudadanía. No es cuestión de retórica, sino de hacer valer la ley, lo que significa que las autoridades cumplan rigurosamente lo que la norma determina y que los ciudadanos ejerciten sus derechos y cumplan con sus obligaciones. Además, combatir la corrupción requiere, obligadamente, abatir la impunidad. En otras palabras, ganarle la batalla a la venalidad es un tema de estricta legalidad y de ciudadanía.

Como tal, no comparto la tesis que viene de autoridades en las que se invoca la ética a costa de la legalidad. El ámbito de responsabilidad de las autoridades es la ley. No puede ser la ética porque no hay un código universal sobre su contenido y sentido, por más que haya coincidencia en algunos principios. La ética es subjetiva y además opinable. La ley no. En todo caso hay procedimientos para hacerla valer y en caso de controversia están las instancias judiciales para definir el sentido de la norma al caso concreto. La lucha contra la corrupción solo puede cobrar fuerza y trascender si se inscribe en la legalidad y abandona el territorio discursivo de lo moral, de lo bueno y lo malo.

El tema es oportuno por la protesta del magisterio durante este gobierno. Sucedieron durante muchas semanas en la toma de vías de ferrocarril en Michoacán por parte del gremio magisterial con una afectación severa a los derechos de terceros. En el afán de conducir la protesta, sobró paciencia del gobierno local y federal a costa de muchos otros, no solo de la empresa operadora del ferrocarril, sino de los usuarios de ese medio de transporte y de ciudadanos en general. Se condujo el conflicto en el sentido de que no hubo uso de la fuerza pública, pero se afectaron derechos de particulares que nada tenían que ver con la controversia. Ahora, nuevamente, la misma corriente magisterial, pero de Oaxaca, utiliza medios de presión ilegal a manera de hacer valer su postura en el marco de la discusión de la reforma educativa en el Congreso y por lo visto, el expediente les ha dado resultado, ya que el dictamen a discusión habrá de hacerse a su medida y exigencias, por cierto, el de un magisterio en los territorios con la más baja calidad educativa.

Hay una confusión en el dicho de las autoridades federales respecto a que represión es igual al uso de la fuerza pública. La cuestión es que el Estado tiene que hacer valer la ley y, en consecuencia, hacer uso de los medios para garantizar los derechos de las personas frente al daño que pudieran ocasionarle terceros que incurren en acciones abiertamente ilegales. La complacencia hacia ese tipo de conductas es un incentivo hacia la ilegalidad y, por lo mismo, en perspectiva, eleva los costos cuando se tenga que recurrir a la fuerza pública, además de que entraña una afectación a los derechos humanos de terceros afectados.

Es razonable dar espacio a la negociación y al diálogo, pero nunca a costa de la ley. La protesta social es un medio de lucha garantizado por la ley, pero entraña límites; entre éstos, que se haga de manera pacífica, con apego a la norma y sin afectar los derechos de terceros. El Presidente tiene autoridad y en el afán de conducir el conflicto no debe desentenderse de la responsabilidad que obliga a todo gobernante: cumplir y hacer cumplir la ley.

@liebano

Ana Paula Ordorica es una periodista establecida en la Ciudad de México. Se tituló como licenciada en relaciones internacionales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y tiene estudios de maestría en historia, realizados en la Universidad Iberoamericana.



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