JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

REFORMA

El reportaje de la revista Time es un buen retrato del niño que ocupa la Casa Blanca. Donald Trump recibe a los reporteros del semanario y les enseña los rincones de su nueva residencia. Un día antes que decida remover al director del FBI, los lleva a la oficina oval, a las salas de juntas, a su comedor. En una de las habitaciones ha instalado una enorme televisión y quiere mostrarles imágenes que, a su juicio, son importantísimas. Toma el control remoto y busca un segmento que muestra a los demócratas en el Senado en su grabadora de video. Le maravilla el TiVo. “Este es uno de los grandes inventos de la humanidad”, dice. Lo que les enseña es una sesión en la que sus opositores balbucean. El Presidente interviene: “Míralos cómo empiezan a ahogarse como perros”. Divertido, les adelanta: miren lo que viene. “Están desesperados para tomar un respiro”. El presidente de Estados Unidos invita a un grupo de periodistas para burlarse de sus opositores. Como lo haría un niño que ha capturado una escena bochornosa de un compañero de salón, se divierte. Miren: se está ahogando. Y la gente de atrás, boquiabierta. El niño hace del escarnio el vínculo con los otros. La mofa es su recurso de conexión emocional.

El Presidente está feliz con sus juguetes nuevos. Les muestra los salones que ha redecorado con su espantosa devoción por los brillos y los dorados. Les enseña un teléfono que encripta la voz. Se relata en la revista otra escena que parece también reveladora. Los periodistas cenan con el Presidente y el vicepresidente. Mientras Trump habla de sus grandes logros, los reporteros se percatan de que los meseros tratan de manera distinta al jefe. No es que cuiden su dieta con alimentos especiales. Las porciones son distintas. Al niño septuagenario le sirven el doble que a los demás. El niño de la casa tiene derecho al doble de pastel. Cuando llega el postre recibe dos bolas de helado de vainilla. El resto, una.

El niño que gobierna a Estados Unidos ha desatado ya una crisis política que no es exagerado decir que pone en riesgo a la democracia norteamericana. Desde la asunción del poder, el malcriado ha golpeado cada uno de los pilares de la convivencia democrática. Los golpea por el placer de escuchar el ruido que hacen las cosas al romperse. Las aberraciones son hábitos de quien siempre ha hecho lo que le da la gana. A los medios no solamente los ha llamado “enemigos del pueblo”, sino que ha amenazado con perseguir legalmente a sus críticos. Ha agredido a los jueces que han echado abajo sus decretos inconstitucionales. Y todos los días libra una batalla contra la verdad. Donald Trump miente tanto como se elogia. Falsedad y narcisismo son las dos constantes de su discurso.

La crisis que se ha abierto en esta semana es seria. James Clapper, antiguo director Nacional de Inteligencia, ha dicho que las instituciones democráticas de Estados Unidos sufren el ataque del presidente de la República. La decisión de remover al director del FBI constituye un claro abuso de poder. No es una maquinación estratégicamente diseñada. Es un impulso, otro más de sus arrebatos. Y no es que el Presidente carezca de facultades para despedirlo. El Presidente puede hacerlo, pero tomar ahora esa decisión, cuando el FBI investiga la intervención rusa en la elección, implica una obstrucción de la justicia. Quien es investigado, remueve al investigador. Tan torpemente se ha ejecutado esa decisión, que la coartada con la que se pretendía encubrir quedó exhibida por la incontinencia del niño Presidente. En la entrevista que concedió unas horas después del despido, soltó la sopa: lo corrí porque me molestaba su investigación. Una candorosa admisión de abuso provocada por la necesidad de afirmar que su voluntad no necesita consejo. Y tras la confesión, la amenaza. El Presidente, de la manera más pública, pretende intimidar a quien seguramente rendirá testimonio sobre el caso.

El sistema presidencial norteamericano procura la estabilidad del cuatrienio. El presidente Trump, sin embargo, juega con fuego. Su suerte depende de los republicanos. Hasta ahora han optado por la complicidad. En la medida en que la impopularidad del Presidente crezca y que su base de apoyo se erosione, ese apoyo podrá diluirse también. El niño iracundo puede romper su sonaja.

Ana Paula Ordorica es una periodista establecida en la Ciudad de México. Se tituló como licenciada en relaciones internacionales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y tiene estudios de maestría en historia, realizados en la Universidad Iberoamericana.



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