ARTURO SARUKHÁN

EL UNIVERSAL

 

En 1651, un filósofo inglés que sobrevivió a la sangrienta guerra civil en su país huyendo a Francia y que admitía que “el miedo y yo nacimos gemelos”, publicó uno de los textos sobre la naturaleza del gobierno más importantes de las ciencias políticas. Si Tomás Hobbes estuviese vivo hoy, se sentiría reivindicado. En todo el mundo, el miedo avanza a galope como respuesta a la pandemia, y Leviatán se consolida como el factor central para garantizar nuestra seguridad. Pero hay una tensión innata entre el papel turbocargado del Estado y el de los gobiernos y sus propias vulnerabilidades, las internas y las que nacen de sus inescapables nexos con la globalización. Por cada síntoma de resiliencia y resistencia a la pandemia, incluidas las cadenas de suministro de alimentos, el sistema financiero y, sobre todo, la ciencia y la investigación, ha habido síntomas de fragilidad estructural, social y geopolítica. Pocas naciones, si es que alguna, saldrán indemnes de esta crisis de salud global, no porque el virus estuviera fuera de nuestro control, sino porque la mayoría de los gobiernos no ejercieron el liderazgo debido y sus ciudadanos la autodisciplina social necesaria para controlar la pandemia hasta que las vacunas estuviesen plena y ampliamente disponibles.

El Covid-19 ha vuelto a hacer que el Estado sea trascendental. No solo poderoso, sino también vital: es crucial si el país en el cual uno vive tiene un buen servicio de salud, burócratas competentes y finanzas sólidas. Hoy, el buen gobierno es la diferencia entre vivir y morir. En todo el mundo, los ciudadanos se dieron cuenta que tener un gobierno que funcione realmente importa. Debe ser competente, profesional, eficaz, creativo, ágil y enfocado a resolver problemas concretos. Sociedades y gobiernos alrededor del mundo necesitarán aprender en 2021 de países que manejaron el virus mejor que otros. Se tendrá que fortalecer el trabajo de servidores públicos y se necesitará construir un mejor sector público: más Estado, más eficaz. Y no ha habido correlación entre el sistema político de un país y su desempeño en el manejo de la pandemia. A algunas democracias y autocracias les ha ido bien, a otras miserablemente mal. Lo que más ha importado es el liderazgo y el diseño y ejecución de políticas públicas. Con la pandemia, la fisura fundamental en el mundo no fue -ni será- entre regímenes autoritarios o democráticos o entre gobiernos de izquierda y de derecha; es entre gobiernos eficientes y gobiernos ineficientes. Países como Alemania, Dinamarca, Corea del Sur, Nueva Zelanda, Singapur o Taiwán ciertamente han marcado el camino.

También deberíamos reconocer cómo la rápida intervención de gobiernos, al son de billones de dólares en todo el mundo, evitó el colapso económico de naciones y del sistema financiero internacional. Afortunadamente, la austeridad fue dejada de lado en casi todos lados, con lo cual las ideas y postulados del economista John Maynard Keynes cobrarán nueva pertinencia en la discusión sobre políticas públicas. Y hay que elogiar a esos gestores de cadenas de suministro y de valor y a tantos trabajadores y jornaleros que hicieron maravillas este año al asegurarse de que el resto de nosotros teníamos acceso a lo imprescindible. Las innovaciones instrumentadas sobre la marcha serán instructivas para el futuro y por ende habría que subrayar la importancia de que esos empleos a lo largo y ancho de esas cadenas de valor sean bien remunerados y tengan mejores condiciones laborales. Indudablemente, también habrá que aprender del hecho notable de que la ciencia y la investigación, la inversión -pública, privada y combinada- y los recursos dedicados a esos sectores, produjeron vacunas contra el coronavirus con una velocidad inédita y asombrosa.

La pandemia se ha convertido rápidamente en uno de los principales factores de estrés en nuestro ya frágil sistema internacional, exponiendo vulnerabilidades, magnificando debilidades y disparidades y exacerbando problemas de larga data. Con el Estado en el corazón del debate, la acumulación de crisis seguirá alimentando la discusión sobre cuáles son los motivos que hacen que algunos países o sociedades estén mejor preparados para hacer frente a la pandemia y sus efectos: autoridad, cohesión o valores. En el nivel más básico, este momento difícil ha puesto de relieve lo mal equipados que están nuestros sistemas de salud, lo cual ha obligado a muchos países a tomar decisiones éticas devastadoras para determinar quién de sus ciudadanos merece más atención médica. Además, en lugar de construir una renovada coalición mundial para luchar contra esta terrible enfermedad, muchos gobiernos se han basado en políticas aislacionistas. Esto ha dado lugar a respuestas poco sistemáticas y eficaces a medida que los casos vuelven a resurgir como tsunami en varias partes del mundo. En realidad, la pandemia representa una serie de problemas transnacionales interconectados y complejos que exigen soluciones multilaterales y holísticas arropadas por liderazgo internacional. Esto podría constituirse para los Estados en una “polipandemia”: junto a la regresión en materia de desarrollo, pobreza y hambruna, un aumento de la represión, la fragilidad de algunas instituciones estatales y el arraigo de distintas formas de violencia. Para afrontar cuestiones como la necesidad de una recuperación económica mundial, es realmente imperativo que busquemos fortalecer, no debilitar, nuestro orden internacional compartido y basado en reglas. Ante la tentación de parapetarse detrás de fronteras, con visiones chovinistas y nacionalistas de las relaciones internacionales, los gobiernos, las sociedades y los sectores privados tendrán que hacer más por dejar de lado conceptos vetustos y apostar por la cesión selectiva de soberanía en aras de metas comunes y la construcción de bienes públicos globales, con un paradigma sencillo pero fundamental: cooperar globalmente para resolver localmente. Esto es algo que el ilustrado gobierno neozelandés ha entendido bien.

Toda pandemia es por definición un problema global por excelencia que, en última instancia, exige alguna forma de gobernanza internacional. La cooperación entre naciones no es opcional aquí. Es absolutamente esencial. Y si particularmente las democracias no logran asumir este tipo de visión de futuro mancomunado para el sistema internacional, habrán fracasado. Las epidemias y pandemias siempre son fenómenos sociales con raíces históricas. El coronavirus tendrá un impacto duradero en nuestros imaginarios globales y nuestras visiones del mundo del siglo XXI. Nos ha hecho ver más claramente nuestra tensa existencia común, los retos inherentes a la interdependencia, los costos de la cooperación internacional fallida, las virtudes de un gobierno competente, la fragilidad de las instituciones democráticas y el ineludible hecho del destino común de la humanidad. A juzgar por el pobre desempeño hasta el momento de la gran mayoría de los mandatarios del mundo y los organismos internacionales, la pandemia también ha dejado al mundo menos capaz de enfrentar el futuro y hacer frente de manera coordinada y eficaz a los problemas transnacionales que nos afectan a todos, como el cambio climático, nuevas pandemias, la desigualdad y las brechas sociales, la ciberseguridad o el terrorismo. Si bien la ciencia finalmente nos salvará, no veo esperanzas de una acción coordinada contra el virus, y de nuestra recuperación cabal, sin liderazgo internacional. Y qué duda cabe que en 2021 será el caos, más que China, lo que ocupe el vacío que Estados Unidos ha dejado en el mundo bajo la gestión de la Administración Trump.

La perspectiva más positiva para 2021 es el desarrollo exitoso de vacunas contra el coronavirus. Estas encierran la promesa de devolver cierto sentido de normalidad a nuestra vida social, familiar y laboral así como a los procesos económicos y políticos alrededor del mundo, sobre todo si los gobiernos pueden garantizar que se inmunice a una cantidad suficiente de su población. Pero contar con vacunas no equivale a lograr una vacunación eficaz. A la ilusión de poder vencer al virus y de recuperar parte de la normalidad perdida, se le sobrepondrá el malestar de sectores importantes de la población, aquellos que queden rezagados en la salida de la crisis y, en los casos más extremos, la rabia de para quienes la herida sanitaria, económica y social de la pandemia siga abierta. Dado que ésta no será la última pandemia ni la peor de ellas, el mayor desafío este año es garantizar que la vacunación eficaz se dé no solo en el mundo industrializado sino también de manera equitativa e igualitaria en los países de renta baja y media. Este es el gran reto del Estado, y la cooperación entre Estados, cara al 2021.

 

Columna completa en El Universal

Ana Paula Ordorica es una periodista establecida en la Ciudad de México. Se tituló como licenciada en relaciones internacionales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y tiene estudios de maestría en historia, realizados en la Universidad Iberoamericana.



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