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Arturo Sarukhán

EL UNIVERSAL

 

El momento estelar del debate de hace una semana entre candidatos a la vicepresidencia de Estados Unidos ocurrió cuando una mosca decidió posarse durante un buen rato sobre el peinado del vicepresidente Mike Pence. Pero más allá de la viñeta viral y los memes que detonó en redes sociales, el díptero es quizá una metáfora de lo que le ha ocurrido al Partido Republicano desde que Donald Trump se erigió en el candidato de su partido para la elección presidencial de 2016. Encarna un momento premonitorio de la putrefacción que se ha expandido al interior de uno de los dos partidos políticos estadounidenses centenarios, uno que fue -más allá de que coincidiéramos o no con sus principios y premisas, y yo ciertamente no soy uno de ellos- un referente para muchas otras organizaciones partidistas alrededor del mundo durante buena parte del siglo XX.

Y es que el partido de Lincoln y Reagan, los dos grandes íconos del partido que sus militantes sacan a relucir a la más mínima provocación, y hasta de George HW Bush – a quien le tocó pastorear el tránsito del sistema internacional a través de las aguas turbulentas del fin de la Guerra Fría, la disolución de la Unión Soviética y la reunificación alemana- no existe más. Un partido básicamente responsable de centro derecha, con posiciones conservadoras -más generalmente no extremas- en temas sociales, de política económica y fiscal y de política exterior y defensa nacional, a favor de la migración y de una nación inserta en y liderando el andamiaje internacional, es hoy un partido del agravio blanco. En él pululan -con honrosas pero contadas excepciones- una colección talibana y tóxica de nativistas, xenófobos, racistas, supremacistas blancos, misóginos, agitadores y generadores de las más descabelladas teorías de conspiración, adalides de los hechos alternativos, aislacionistas provincianos y luditas anti-ciencia. El operativo desarticulado la semana pasada que pretendía secuestrar a la gobernadora Demócrata de Michigan, Gretchen Whitmer, por parte de grupos de milicias de extrema derecha, intoxicados con los llamados de su presidente a confrontar a funcionarios electos que ante la pandemia han impuesto medidas de distanciamiento físico y cierre de la economía, es un botón de muestra de los demonios que el mercachifle de carnaval convertido en presidente ha alimentado, soltado y validado. Este ciertamente no es el GOP con el cual interactué en el Congreso y Ejecutivo y en alcaldías y gubernaturas a lo largo y ancho del país, durante más de 20 años de carrera diplomática como funcionario de la cancillería mexicana y Cónsul General en Nueva York y Embajador ante la Casa Blanca.

Ante la dinamitada que ha hecho Trump de los principios y preceptos más básicos de la investidura presidencial, del discurso público y las normas políticas estadounidenses y del uso faccioso, cleptocrático y nepotista del poder, el GOP ha perdido su columna vertebral y su sentido de norte. Su sicofancia deplorable, exhibida a lo largo de estos casi cuatro años, parece ya norcoreana. Vaya, por primera vez en la historia del partido, los Republicanos llegaron a su convención nacional este agosto pasado sin un manifiesto político y una plataforma de políticas públicas: la plataforma hoy es el Gran Líder y lo que diga el Gran Líder.

La metamorfosis del GOP ciertamente no empezó con Trump, pero la descomposición sin lugar a duda ha hecho metástasis con él. Después de que la campaña presidencial fallida de Barry Goldwater en 1964 -articulada en torno a su oposición al Acta de Derechos Civiles aprobada el año anterior- ganó solo los estados sureños en el Colegio Electoral y recibió un mínimo histórico del 7 por ciento del voto afroamericano, el Partido Republicano enfrentó una disyuntiva básica: hacer lo necesario para atraer a más votantes no blancos o construir un partido para ganar con votantes blancos. Eligió lo último y, cuando logró ejecutarla exitosamente, una estrategia basada en criterios de raza fue la base de muchas de las victorias más importantes del GOP, desde Nixon hasta Trump. Pero el escoramiento a la derecha empezó con Newt Gingrich y su ‘Contrato con América’ de 1994 durante la Administración Clinton, cobró fuerza -ya con tintes racistas- con el surgimiento del Tea Party y el financiamiento de empresarios conservadores como los hermanos Koch durante la gestión del presidente Barack Obama, y ahora con el Freedom Caucus, aún más extremo, ha dado paso a legisladores y candidatos vinculados al movimiento QAnon, una madriguera de complots y mamarrachadas rocambolescas surgidas en redes sociales -como el infame “Pizzagate” y la dizque pedofilia de Demócratas o el Estado profundo que atenta contra Trump- que ahora amenaza con hacerse de lo que queda del GOP, y que el propio FBI ha identificado como una organización que tiene todas las características para convertirse en una amenaza de terrorismo doméstico.

Como se lo subrayé a muchos amigos Republicanos en Washington en las postrimerías de la elección presidencial de 2016, ¿cómo es posible que uno de los dos partidos estadounidenses parece haber olvidado las lecciones que nos dejó la historia reciente del mundo acerca de lo que ocurre cuando un demagogo chovinista y xenófobo es electo al poder vía las urnas? Una nación que hace 244 años declaró que “todos los hombres son creados iguales” tiene hoy a un presidente en la Oficina Oval que es descrito por la mayoría de los estadounidenses como un racista. En el GOP no parecen haberse enterado.

Lo que suceda con el Partido Republicano yendo hacia adelante dependerá de lo que ocurra este 3 de noviembre y en las horas y días subsecuentes, sobre todo si Trump intenta reventar la jornada electoral. El GOP podría sobrevivir y recuperar un mínimo de su esencia y cordura si Trump es derrotado. Ello explica por qué cientos de ex funcionarios y políticos Republicanos -de la talla de Bob Zoellick, Carla Hills, Colin Powell, John Kasich, Bill Cohen, Christine Whitman, Michael Hayden o Cindy McCain, la viuda del senador McCain, por mencionar algunos- han declarado su apoyo a Biden y su intención de votar por él en menos de tres semanas. Motiva también a una de las campañas más eficaces de crítica y troleo a Trump en redes sociales desde hace casi un año, el Project Lincoln, conformado por ex estrategas electorales Republicanos. Pero hay que decirlo con todas sus letras: pensar que Trump es la enfermedad y no un síntoma sería un error. La reconstrucción del GOP, en caso de perder Trump, será una tarea ardua, pero necesaria para la salud democrática de Estados Unidos. Pero si Trump se reelige, las moscas, como plaga de Egipto, no solo descenderán sobre el cadáver del GOP; serán la señal de que algo más que un partido político está pudriéndose en el país.

@Arturo_Sarukhan

 

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