Héctor De Mauleón

EL UNIVERSAL

 

Hay noticias que le crean a uno la impresión de que está soñando. Aquí una de ellas: el viernes pasado, vecinos de un fraccionamiento de Tlajomulco, en Jalisco, denunciaron el abandono de un contenedor con 157 cadáveres de víctimas de la delincuencia organizada.

El olor fétido que despedía la caja abandonada los alertó. Esa noche todos dormimos con la noticia de que un tráiler de la Fiscalía General del Estado recorría municipios de la Zona Metropolitana de Guadalajara buscando un sitio en dónde depositar su cargamento tétrico.

La morgue estatal se hallaba rebasada, y a causa de la ola de violencia que sacude Jalisco, en sus instalaciones no cabía un cuerpo más.

En 2013, la entrada en vigor de la Ley General de Víctimas impidió que a los cadáveres no identificados se les incinerara, o fueran a la fosa común. La ley está destinada al tratamiento digno de las víctimas: ordena resguardar los cuerpos no reclamados. La idea es crear cementerios forenses que permitan la exhumación de restos en un momento determinado.

En el Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses, IJCF, como ocurre en otros estados, existen cadáveres que tienen más de tres años esperando que alguien los reclame.

Los cadáveres de la delincuencia organizada, sin embargo, no son reclamados con demasiado ímpetu. Hay cadáveres que se quedan ahí para siempre. Pasa en Guerrero, en Michoacán, en Chihuahua, en Tamaulipas y en Durango.

Jalisco contabiliza casi 450 cuerpos en espera de ser identicados. El IJCF tuvo capacidad para albergar 170. La solución consistió en rentar camiones refrigerados. Hace dos años contrataron el primero. Más tarde un segundo. Su destino fue el estacionamiento del Instituto. Ahí comenzó la novela macabra que acabamos de presenciar.

De acuerdo con fuentes estatales, el olor que despedía al menos uno de los tráileres se convirtió en tortura para personal del IJCF. El titular, Luis Octavio Cotero (ya fue cesado) se quejó y preguntó en la fiscalía si podían sacarlo de ahí. La respuesta fue: “Busquen un lugar”.

Encontraron una bodega en Tlaquepaque. La rentaron. Parecía idónea porque era hermética. No permitía la salida de olores. El contrato se firmó el 1 de septiembre. Ya era delirante la idea de una bodega con 157 muertos no reclamados, pero fue más delirante lo que siguió.

La alcaldesa de Tlaquepaque, María Elena Limón, preguntó con qué derecho iban a dejar muertos a su municipio. Se quejó porque nadie le había avisado; finalmente, halló un entresijo legal, relacionado con los permisos de construcción, y clausuró el lugar.

Decidieron llevarse el tráiler a las instalaciones de la Fiscalía General del Estado. El tráiler no pudo ingresar al estacionamiento, debido a sus dimensiones. Después de cotejar opciones, los encargados de la maniobra llegaron a una conclusión: la única manera de meter el vehículo era rebanándole un alerón.

Procedieron a hacerlo pero entonces, ¡oh, Jorge Ibargüengoitia!, empezó a llover. Fue imposible continuar trabajando —empleaban herramientas de soldadura— porque había el riesgo de morir electrocutados.

Llovió como el diablo en Guadalajara y el chofer tuvo otra idea: llevar la unidad a la bodega del proveedor que la rentó. Le llamaron. Estuvo de acuerdo. Ofreció cobrar 3 mil pesos diarios. Se dirigieron al patio de resguardo. De camino, pasaron por Tlajomulco. En un camino de terracería, la caja del tráiler se atascó.

Ana Paula Ordorica es una periodista establecida en la Ciudad de México. Se tituló como licenciada en relaciones internacionales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y tiene estudios de maestría en historia, realizados en la Universidad Iberoamericana.



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