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TLC

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Vidal Llerenas Morales

El Economista

 

 

 

Paul Krugman estuvo en México para hablar del TLCAN, en lo que sería el primero de los conversatorios del New York Times en el país y en el que compartió la mesa con el economista Gerardo Esquivel. Lo primero a destacar es que el Nobel considera como poco probable que se cancele el tratado, que el fin del acuerdo sólo tiene una probabilidad de 25% de que ocurra. Afirma que el sector industrial norteamericano depende mucho de los procesos de manufactura mexicanos, por lo que el apoyo de las grandes firmas es muy fuerte. La decisión de salir del tratado le costaría a Trump un enfrentamiento permanente con buena parte del sector empresarial de su país. No obstante, en su opinión, Trump justo acaba de tomar una de las decisiones más absurdas de la historia de Estados Unidos, al retirar los subsidios a los planes de seguros. Eso va a afectar a las compañías, a los hospitales y a los pacientes de manera tal que es imposible que no se registren molestias mayúsculas en la población. En esa lógica, la rabia y las inseguridades del mandatario podrían llevar a otra decisión absurda, concluir el TLCAN. Aun así, piensa, lo más probable es que se llegue a un acuerdo con los cambios suficientes como para que Trump se lo pueda adjudicar como un triunfo.

 

Krugman señala que, en caso de que el tratado concluya, se tienen que considerar dos escenarios. Uno es una salida “soft” del tratado, en el que Estados Unidos acepte continuar el comercio bajo las reglas de la Organización Mundial de Comercio, sin que se traten de imponer obstáculos mayores al comercio en la región. Eso mantendría niveles altos de intercambio, pero no necesariamente de inversión, ya que el tratado funciona como garantía para las inversiones en México de largo plazo. Existe también el escenario “hard” para el fin de tratado. Estados Unidos podría tratar de imponer aranceles, impuestos o algún otro tipo de barrera en sectores que a Trump le preocupan, como el automotriz. Eso sería violatorio de las reglas de la OMC, por supuesto, pero no sería la primera vez que Estados Unidos las violara. Es verdad que ese país ha aceptado resoluciones de esa organización que les han sido adversas, pero en favor de actores económicos de gran peso, como la Unión Europea.

 

En el conversatorio se habló de los resultados del TLC. Se señaló que se logró el objetivo de diversificar la economía mexicana, que se reducía a la extracción de petróleo y a los destinos de playa, a un sector manufacturero exportador bastante eficiente. Al mismo tiempo, el tratado tampoco logró los objetivos ni de crecimiento, ni de desarrollo que prometía. En realidad, según Krugman, el tratado se sobre vendió. En realidad, la economía del sur del país prácticamente no cambió después del acuerdo. México no complementó el acuerdo con las políticas educativas, industriales, de inversión en infraestructura y de mejor gobernanza que se requiere para crecer de manera sostenida.

 

En el evento se habló del futuro de México y de la posibilidad de que López Obrador fuera el próximo presidente. Krugman dijo que en la prensa en inglés se encuentran artículos que exageran los riesgos de que AMLO gane las elecciones y que en México es claro que sus propuestas son moderadas. Señala que lo mismo sucedió con Lula. No le preocupa la reacción de las empresas que invierten en México ante su triunfo, ya que van a analizar de manera seria la situación y seguramente llegarán a la conclusión de que vale la pena seguir en México. Eso sí, le preocupa la reacción de legisladores republicanos que lo único que conocen de México proviene de películas de mala calidad. Eso son los que podrían tener posiciones alarmistas injustificadas.

 

Foto: Twitter

LUIS RUBIO

REFORMA

 

 

 

 

Quizá el peor terremoto que haya desatado Trump para México no resida en sus ataques e insultos, sino en haber reabierto el dilema -ya histórico- sobre el desarrollo mexicano. Por segunda vez en cuatro décadas, la dirección de la economía mexicana -y del país en su conjunto- parece estar en disputa. Lo extraño es que, en esta ocasión, el embate no proviene, principalmente, de México, sino del “ancla” de certidumbre en que, desde los ochenta, se había convertido Estados Unidos.

 

El TLC -NAFTA por sus siglas en inglés- fue la culminación de un proceso de cambio que comenzó en un debate dentro del gobierno en la segunda mitad de los sesenta y que, en los setenta, llevó al país al borde de la quiebra. La disyuntiva era si abrir la economía o mantenerla protegida, acercarnos a Estados Unidos o mantenernos distantes, privilegiar al consumidor o al productor, más gobierno o menos gobierno en la toma de decisiones individuales y empresariales. Es decir, se debatía y disputaba la forma en que los mexicanos habríamos de conducirnos para lograr el desarrollo. En los setenta, la decisión fue más gobierno, más gasto y más cerrazón, y el resultado fueron las crisis financieras de 1976 y 1982. Se estiró la liga al máximo, hasta que la realidad nos alcanzó.

 

A mediados de los ochenta, en un entorno de casi hiperinflación, se decidió estabilizar la economía y comenzar un sinuoso proceso de liberalización económica: se privatizaron cientos de empresas, se racionalizó el gasto público, se renegoció la deuda externa y se liberalizaron las importaciones. El cambio de señales fue radical y, sin embargo, el ansiado crecimiento de la inversión privada no se materializó. Se esperaba que el cambio de estrategia económica atraería nueva inversión productiva susceptible de elevar la tasa de crecimiento de la economía y, con eso, del empleo y del ingreso.

 

El TLC acabó siendo el instrumento que desató la inversión privada y, con ello, la revolución industrial y, sobre todo, de las exportaciones. Aunque hay muchas críticas, algunas absolutamente legítimas, a las insuficiencias de esta estrategia, el país se convirtió en una potencia exportadora que ya no enfrenta restricciones en la balanza de pagos como las que, por décadas, fueron fuente de crisis. Pero el TLC fue mucho más que un acuerdo comercial y de inversión: fue una ventana de esperanza y oportunidad.

 

Para el mexicano común y corriente, el TLC se convirtió en la posibilidad de construir un país moderno, una sociedad fundamentada en el Estado de derecho y, sobre todo, en un boleto a la posibilidad del desarrollo. Quizá esto explique la extraña combinación de percepciones respecto a Trump: por un lado, un desprecio a la persona, pero no un antiamericanismo ramplón entre la población en general; y, por el otro, una terrible desazón: como si el sueño del desarrollo estuviese en la picota. Esto se acentúa todavía más por el hecho que, en todos estos años, la economía no ha logrado tasas elevadas de crecimiento ni un sensible aumento en el producto per cápita.

 

En términos “técnicos”, el TLC ha cumplido ampliamente su cometido: ha facilitado el crecimiento de la inversión productiva, generado un nuevo sector industrial -y una imponente potencia exportadora- y conferido certidumbre a los inversionistas respecto a las “reglas del juego”. Indirectamente, también creó esa sensación de claridad respecto al futuro, incluso para quienes no participan directamente en actividades vinculadas con el TLC. En una palabra, el TLC se convirtió en la puerta de acceso al mundo moderno. El amago que Trump le ha impuesto al TLC entraña una amenaza no sólo a la inversión, sino a la visión del futuro que la mayoría de los mexicanos compartimos.

 

En su esencia, el TLC fue una forma de limitar la capacidad de abuso de nuestros gobernantes: al imponerles límites a un cambio en las reglas del juego, establecía una base de credibilidad en el modelo de desarrollo. El efecto de esa visión hizo posible la apertura política que siguió que, aunque enclenque, redujo la concentración del poder y cambió la relación de poder entre la ciudadanía y los políticos. Al mismo tiempo, una paradoja del TLC (y de la disponibilidad de empleos en EUA), la existencia de ese mecanismo permitió a los políticos seguir viviendo en su mundito de privilegios, sin molestarse por llevar a cabo las funciones elementales que les correspondían, como gobernar, crear un sistema educativo moderno y garantizar la seguridad de la población.

 

Nadie sabe qué ocurrirá con el TLC, pero no hay duda que el golpe ha sido severo. Trump no sólo expuso las vulnerabilidades políticas que nos caracterizan, sino que destruyó la fuente de certeza que entrañaba ese “boleto a la modernidad” inherente al TLC. Aunque acabemos con un TLC modernizado y transformado, el golpe dado ya nadie lo quita. Las percepciones -y, con ello, las esperanzas y certezas- ya no serán las mismas.

 

No es casualidad que reaparezcan planteamientos de volver a enquistarnos, vengarnos de los estadounidenses y retrotraer al Estado eficaz (¿?) de antaño. Quienes eso proponen no entienden que el TLC fue mucho más que un instrumento económico: es, al menos era, la oportunidad de un futuro distinto.

 

@lrubiof

 

Foto: Emaze

Corea del Sur logró su Tratado de Libre Comercio (TLC) con cinco países de Centroamérica: Nicaragua, El Salvador, Honduras, Costa Rica y Panamá, mismo con el busca repuntar su economía al eliminar los aranceles del 95% de los productos fabricados por cada país en un plazo de 10 años despúes de que el acuerdo entre en vigor.

 

De acuerdo al Ministerio de Comercio, Industria y Energía de Seúl, con esto, la cuarta economía más grande de Asia podrá incursionar en la región del otro lado del globo. El TLC entre Corea del Sur y Centroamérica es el primer pacto que firma la región con un país asiático.

 

Se espera que la firma oficial del acuerdo se lleve a cabo durant la primera mitad del año y una vez que sea firmado, el TLC será entregado a los órganos legislativos de todos los países para su aprobación. Actualmente Corea del Sur tiene TLC con Estados Unidos, la Unión Europea y tres TLC con países sudamericanos, Chile, Perú y Colombia.

 

 

 

 

Con información de 24 horas / Foto: Twitter