Por Robert Draper

The New York Times

 

El pasado 9 de enero, a dos semanas antes de la toma de posesión del presidente Trump, el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, organizó una cena en su oficina del Capitolio con miembros del círculo íntimo de Trump.  Entre los invitados estaban  el asesor en jege de la Casa Blanca, Stephen K. Bannon, su yerno Jared Kushner, el jefe de gabinete, Reince Priebus, el asesor económico Gary Cohn, el nominado para secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, su vicepresidente de personal, Rick Dearborn y su director de asuntos legislativos, Marc Short.

 

El propósito aparente de la cena era discutir los detalles de la agenda legislativa de Trump, en particular las medidas para la reforma tributaria que los republicanos, y especialmente Ryan, han anhelado durante la última década.

 

En la cena se esperaba que tanto Ryan como Bannon tuviesen algo en común, pues son dos figura que posiblemente serían los más influyentes para lograr que las promesas de campaña de Trump se conviertan en ley o no.

 

Ryan fue un punto de apoyo entre los republicanos del establishment, incluso antes de sumarse a la campaña presidencial de Mitt Romney en 2012, sus labores previas en el Comité de Presupuesto de la Cámara, cimentando su reputación como el as del conservadurismo fiscal. Bannon, por otro lado, era un autodidacta renegado que leía a Platón y aparentemente se materializó de ninguna parte, con el fin de convertirse en el arquitecto intelectual de la campaña de Trump, y, más tarde, de la administración.

 

Hasta este punto, Ryan resumía a Bannon como lo que estaba mal con el Partido Republicano. Al discutir las deficiencias de ambas parts, Bannon me dijo más tarde:

¿Qué decía Dostoyevsky sobre que las familias felices son todas iguales,  pero las familias infelices son infelices por sus propias formas, y únicas? (Quiso decir Tolstoi). “Creo que los demócratas están afligidos con la incapacidad de discutir y conversar como adultos sobre la economía y los empleos porque están muy consumidos por su política de identidad. Y luego los republicanos, es  toda una teoría del Instituto Cato, la economía australiana, y el gobierno limitado; que simplemente no tiene profundidad en sí mismo. No vive en el mundo real.

 

El Breitbart News, el medio de comunicación de ultraderecha que Bannon dirigió antes de convertirse en el jefe del ejecutivo de campaña de Trump en agosto, describió a Ryan, refiriéndose sobre su posición en el tema de inmigración, como “el legislador pro-amnistía del G.O.P. “, una apostasía de proporciones casi impugnable desde la perspectiva de Bannon. Lo peor de todo, Ryan casi abandonó a Trump durante la campaña de 2016. Después de las filtraciones de la cinta “Access Hollywood”, donde Ryan dijo a los miembros de la Cámara Republicana en conferencia telefónica al asegurar que no defendería a Trump, ni ahora ni en el futuro. Otra razón más para que Bannon se considerara el peor enemigo de Ryan.

 

Pero a medida que avanzaba la cena, quedó claro que Bannon y Ryan tenían ideas en común. Sobre el pollo parmesano, memorablemente malo. Ryan describió su visión de un “impuesto de ajuste fronterizo”, que propone impuestos sobre las importaciones mientras ofrece excepciones para las exportaciones. Su paquete de impuestos incluiría un “gasto inmediato”, donde los gastos de capital se amortizarían en contra de los beneficios en el primer año. También aboliría el impuesto mínimo alternativo y el impuesto sobre bienes.

 

Estas eran las ideas que Ryan había propuesto desde 2008 pero ahora tenía la atención de Bannon, añadiendo una drástica reducción en los impuestos corporativos, Bannon creía en el esque ma de Ryan, pues estimularía el renacimiento de una economía de exportación basada en manufacturas, produciendo mano de obra de alto ingreso , de acuerdo con el populismo de Trump. “Diría realmente”, recuerda a Bannon observando con admiración, “que esta reforma tributaria está tan cerca del nacionalismo económico como el que existe”.

“Yo lo llamaría Nacionalismo responsable”, aseguró Ryan, de acuerdo a la versión de Bannon.

 

Bannon se rió. “Vas a tener un montón de gente en el Senado que te dirán que esto es radical”. Lo dijo como un cumplido. Para Bannon, el orden mundial entero, desde ambos partidos políticos hasta la confianza de Wall Street en el apalancamiento del multiculturalismo, estaba experimentando un realineamiento extraordinario, manifestado en las elecciones de 2016. Según la visión de Bannon, el nacionalismo económico reorientaría las prioridades para beneficio de la clase trabajadora.  Los acuerdos comerciales, los programas de empleo, los incentivos fiscales, las restricciones a la inmigración, la desregularización ambiental e incluso la política exterior servirían en última instancia para restablecer la prioridad de los “estadounidenses olvidados”.

 

En marzo, cuando hablé con Trump por teléfono, le pregunté qué significaba para él, el término “nacionalismo económico”. Comparado con el fervor revolucionario de Bannon, su respuesta fue sorprendentemente cautelosa.  “Bueno, nacionalismo, lo defino como gente que ama al país y quiere que se haga el bien”, aseguró.  “No veo el nacionalismo como una palabra mala, lo veo como una palabra muy positiva. No significa que no negociaremos con otros países”.

 

El tono de Trump era genial, pero también a la defensiva. Su luna de miel post-electoral había sido corta, si es que existió. Había intrigas administrativas y el auto infligido drama en el Twitter, junto con los cuestionamientos sobre los contactos con Rusia durante su campaña, ya habían forzado la renuncia de su consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn; sin embargo, los enlaces legislativos de Trump y sus homólogos en el Capitolio estaban negociando obstinadamente un despliegue en la Era Trump, una que cumpliría sus más significativas promesas de campaña, que no podían hacerse de un solo golpe a través de la pluma de Trump, pero requerían actos del Congreso.

 

Primero, el Obamacare sería derogado y reemplazado. Posteriormente, se aprobaría un presupuesto austero, con fondos de emergencia asignados para la construcción de un muro a lo largo de la frontera sur. Luego vendría un plan de reforma tributaria, presumiblemente del tipo que Ryan y Bannon discutieron; y finalmente, una coalición bipartidista entregaría un plan trillonario de infraestructura al escritorio de Trump.  Si todo esto llegara a finales de 2017, daría credibilidad a la promesa de Trump de que éste sería el “Congreso más activo que hemos tenido en décadas”. Pero para marzo ese calendario parecía un formidable “si”.

 

El mismo Trump parecía propenso a la distracción cuando me habló desde la Oficina Oval, auque estaba preguntando sobre sus objetivos políticos, sus reflexiones se desviaron a otras vejaciones. Más de una vez denunció como “noticias falsas” sobre la presunta falta de armonía en su gobierno.  Dio su discurso antes de la sesión “espero que te haya gustado, pero sin duda consiguió grandes críticas, incluso las personas que me odian, realizaron una revisión”, pude oír durante la llamada.

Trump quería asegurarse de que le dieran crédito por sus logros, incluso en el nacimiento de su administración. “Sólo hemos estado por aquí por poco tiempo, y lo que he hecho con los reglamentos, es traslado de trabajos de vuelta al país, lo que he hecho con los precios de los aviones y la compra es increíble. Hemos hecho mucho durante este periodo de tiempo”.

Lincoln, Franklin, Roosevelt y Lyndon Johnson tomarían la excepción a esta afirmación. Y las acciones significativas de Trump hasta la fecha se han constituido en órdenes ejecutivas. Lo que aún no parece demostrar es su habilidad para conducir un proyecto de ley (…)

 

 

 

Ana Paula Ordorica es una periodista establecida en la Ciudad de México. Se tituló como licenciada en relaciones internacionales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y tiene estudios de maestría en historia, realizados en la Universidad Iberoamericana.



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