El poder es demasiado adictivo. Esa es parte importante de la explicación para que tanto Joe Biden como sus cercanos estén tan empeñados en mantener la candidatura de un hombre que, además de ser octogenario, ha envejecido notablemente en sus años en La Casa Blanca.
Su mal desempeño en el debate fue doloroso de observar. Biden mostró a los cuatro vientos algo a lo que todos (con suerte) vamos encaminados: la vejez.
Biden vivió el ejemplo de una persona cuya decisión de mantenerse en el cargo a pesar de su edad avanzada golpeó duramente la agenda demócrata. Me refiero a la Ministra Ruth Bader Ginsburg. Ella pudo haber optado por retirarse en el mandato de Barack Obama para que éste nombrara a un nuevo integrante de la Corte que permitiera mantener viva la agenda liberal. Pero como Ginsburg no se retiró, como decidió quedarse en la Suprema Corte hasta que murió, fue Trump el presidente que nombró a su sucesora. La ultraconservadora Amy Coney Barrett llegó como la nueva integrante de la Corte, un cargo que en EUA es vitalicio, y que a la postre dio los votos suficientes para revocar Roe v Wade, ósea el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo en materia de aborto.
¿Cómo puede Biden haber vivido ese ejemplo de alguien que, por aferrarse a quedarse en el cargo a pesar de sus limitaciones físicas propias de la edad, dañó tanto su legado que con ello permitió que se echara atrás la agenda femenina por la que trabajó toda su vida? ¿Cómo no alcanza Biden a ver que ahora él está en esa misma disyuntiva?
Biden siente que solamente él puede ganarle a Trump y que por ello sobre sus hombros pesa el futuro de la democracia de Estados Unidos. Quizás eso era cierto en el 2020, pero ahora la situación es distinta.
Biden está por echar por la borda toda una carrera de servicio a su país con la decisión de mantenerse en la contienda de noviembre próximo. En lugar de pasar a la historia como un presidente que logró que Trump solo estuviera cuatro años en La Casa Blanca; como un político que llevó por el mejor camino a Estados Unidos en su política exterior durante décadas; como un hombre decente y de familia, va a pasar a la historia como un ególatra que no supo poner a su país por encima de sus ambiciones personales. Y con ello puede muy probablemente pasar a la historia como el político que, al no saber reconocer cuando su tiempo pasó, le dejó las llaves de La Casa Blanca a Trump para su regreso a la presidencia de EUA.
Esta es una elección fundamental no solo para el futuro de Estados Unidos. Estoy segura de que no exagero cuando digo que el resultado de las elecciones de noviembre próximo tendrá efectos en el mundo entero. Biden lo sabe y, precisamente por ello cree que no puede bajarse de la contienda. Su equipo de campaña y sus cercanos, comenzando por su esposa Jill Biden, han dicho que lo del debate fue un mal momento no una condición permanente. Habrá que ver si el intento de apaciguar a donantes y votantes surtirá efecto.
Biden mismo admitió que ya es un hombre viejo, que no se mueve ni habla con la agilidad de antes, pero que es un hombre que sabe lo que sabe y que distingue entre lo que es correcto y lo incorrecto. La referencia fue a un Trump que mintió sin parar durante el debate y que parece querer regresar a La Casa Blanca con ánimos de venganza como agenda primordial.
Este fin de semana estará reunida la familia presidencial en Camp David. Quizás sea la única ventana de oportunidad para que tanto él como sus cercanos entren en razón y vean que en el partido demócrata hay cartas que pueden dar la pelea a Trump, pero que el tiempo apremia. Biden puede ser mucho más útil como soporte a una candidatura más joven que intentando cargar en sus frágiles hombros el peso de la democracia estadounidense.
Columna en El Universal