Alejandro Hope

EL UNIVERSAL

 

 

 

Nayarit fue campo de batalla en 2010 y 2011. En esos dos años, cuando se disputaban el estado el Cártel de Sinaloa y la banda de los Beltrán Leyva, fueron asesinadas mil 124 personas, un total superior a la suma de los ocho años previos.

 

Pero, de pronto, la cosa se calmó: en 2012, los asesinatos disminuyeron 50% y siguieron en caída por cuatro años más. Para 2016, la tasa de homicidio era 80% inferior a la de 2011 y la mitad de la tasa nacional.

 

¿Qué produjo ese milagro? ¿Un extraordinario fortalecimiento institucional? ¿Una inusualmente exitosa política de prevención de la violencia? ¿O tal vez algún arreglo subrepticio entre las autoridades y una o varias bandas criminales?

 

La sorpresiva detención del scal general del estado, Édgar Veytia Cambero, en Estados Unidos, acusado de conspirar para traficar drogas, ha alimentado la tercera hipótesis. Tal vez la paz llegó a Nayarit porque Veytia sabía qué puertas tocar y qué actividades permitir, para garantizar cierta dosis de orden.

 

Tal vez. No hay cómo armarlo con certeza. El hoy ex fiscal debe ser considerado inocente hasta que se demuestre lo contrario.

 

Pero, cualquiera que sea la verdad, el episodio permite reexionar sobre la posibilidad (y el atractivo) de una Pax Narca. Si llegar a algún arreglo con maosos permite garantizar condiciones de tranquilidad, ¿no es algo que se deba explorar? Obviando las consideraciones éticas de tolerar ciertas formas de delito y violencia, yo me inclinaría por el no, por razones que el caso Veytia posiblemente ilustre:

 

1. Ese tipo de acuerdos con grupos criminales dependen de relaciones personales entre funcionarios y capos especícos. No son, por denición, arreglos institucionalizados. Están, por tanto, sujetos a los vaivenes de la vida política y a las tormentas de la vida criminal. Se va un scal porque se va su gobernador (o porque lo detienen en San Diego) y se acaba el pacto. Se va un criminal porque le cayeron los federales y todo se tiene que renegociar.

 

2. Una Pax Narca exige cierta unidad de mando tanto del lado de los delincuentes como de las autoridades. Tal vez un scal o un secretario de seguridad pública o un comandante militar puedan construir algún tipo de arreglo más o menos funcional con algún jefe de la delincuencia organizada, pero nada obliga a personal de otras instituciones, ya sean municipales, estatales, federales o de otros países, a respetarlo. Y del lado criminal, se impone una lógica similar: tal vez una banda pacte, pero los del grupo rival van a percibir ese pacto como una agresión.

 

3. Los arreglos con narcos sufren de un defecto fatal: no son por lo regular un intercambio limpio de paz por tolerancia. Más bien, es paz por tolerancia y dinero para los funcionarios involucrados. Eso crea lo que los economistas llaman un problema de agente-principal: el funcionario busca maximizar su benecio personal y no el del Estado al que dice representar. Para recibir algo más de dinero, se muestra dispuesto a otorgar algo más de tolerancia y a recibir algo menos de paz. Al nal del camino, hay mucha tolerancia y nada de paz (y algo de plomo para el funcionario cuando se pase en sus demandas de plata).

 

En resumen, no parece buena estrategia pactar con delincuentes para reducir la violencia. Es posible, como tal vez sucedió en Nayarit, obtener algo de tranquilidad en el corto plazo, pero a costa de socavar la integridad de las instituciones.

 

La Pax Narca acaba siempre con poca paz y mucho narco

Ana Paula Ordorica es una periodista establecida en la Ciudad de México. Se tituló como licenciada en relaciones internacionales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y tiene estudios de maestría en historia, realizados en la Universidad Iberoamericana.



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